Después de haber terminado de leer un libro de inmigrantes italianos residentes en la región de Atacama, estaba exhausta de mi día de escuela, así que decidí investigar por curiosidad la historia de mi familia italiana. Después de la extensa investigación me puse a dormir. Eran casi las doce de la noche y estaba deambulando en mis sueños. Los dos primeros sueños fueron extraños y fuera de lo común. Pero el tercero fue muy significativo para mí… soñé con mis abuelos italianos. Todo comenzó en un día soleado en el lago di Como: yo era una joven sirvienta en una familia que me acogió después de haber quedado viuda por motivo de las numerosas guerras con Austria.
A la sazón yo ya cumplía unos cincuenta años y criaba a los cinco niños del matrimonio que me acogió: tres varones y dos damitas. Los varones eran Giuseppe, Clemente y Virgilio. Las damitas eran Clementina y Luisa. Los varones eran muy amigos entre sí y muy juguetones. A menudo montaban un viejo caballo que les había donado el dueño de la estancia donde trabajaba la familia. Esta donación fue hecha pensando que el caballo por su vejez pronto moriría. Pero no fue así: vivió muchos años.
La gente del lugar veía cómo los jóvenes se venían a América, producto de que los patrones agrícolas en Italia explotaban a sus trabajadores. Cuando Giuseppe cumplió diecinueve años; Clemente, dieciocho y Virgilio, diecisiete, decidieron también venirse a América. Yo soñé que pedía acompañarlos y conté con la anuencia de los padres de los niños.
Y desde Génova en el mes de agosto de 1900 cruzamos el Atlántico, y después de casi un mes de viaje y de una penosa travesía llegamos a un puerto de Chile, y posteriormente a Copiapó.
Nos instalamos en pequeñas estancias ubicadas atrás y delante de la iglesia San Francisco. Nosotros, en lo que hoy es la calle Chañarcillo; y otras familias italianas, en lo que hoy es calle Las Heras.
Poco a poco vi cómo se arreglaban nuestras vidas. Vi cómo mis pequeños se fueron casando, teniendo sus hijos y proveyéndose algo de bienestar. Y al saber de la muerte de sus padres enviaron dinero para que Clementina y Luisa se vinieran a América. Después de un mes las tuvimos a nuestro lado, viviendo ellas con la familia de Giuseppe.
Poco a poco mis niños incursionaron en el comercio, en la minería, en la agricultura, permitiendo que sus hijos estudiasen y se transformasen en profesionales. Así prosperaron, tal como fue prosperando la ciudad de Copiapó, por la cual pasaba el tren longitudinal de pasajeros de norte a sur todos los días como así mismos trenes de carga con alimentos, animales, hortalizas, etc.
Así fue pasando el tiempo, acompañando a los hijos de los que yo crié, y por consecuencia me fui cansando hasta que un día no pude levantarme estando con un sueño muy grande y unas enormes ganas de dormir. Y sentí que me venían a visitar Giuseppe, Clemente y Virgilio y me fui durmiendo muy feliz: los veía pequeños cabalgando en su caballo al que llamaban “Bianco”…
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