Cerca del desierto de Atacama, siempre ha tenido varios contrastes: silencio y viento, poder y humildad, esperanza y abandono. Bajo el bello cielo azul marino, dando los primeros meses de la década 1.830, nació el hijo de la mina llamado Pedro León Gallo. Y desde su primer aliento, el niño fue marcado por la bronceada promesa del destino, como si hasta el mismísimo sol del norte le diera un brillo metálico como su forma de saludar al copiapino.
La familia vivía en Copiapó, un lugar tan palpitante que se escuchaba el corazón de las minas más cercanas, y desde la distancia se veían las vetas de plata y cobre florecer. Su familia era muy adinerada. Desde joven, Pedro mostró una mentalidad muy impactante, que le prohibía vivir en la ignorancia y en la injusticia y, por ende, Pedro pudo desarrollar una profunda empatía hacia los trabajadores y los mineros que trabajaban en los socavones, cubiertos de polvos y suciedades, para sacar de las profundidades de la tierra las riquezas que los otros disfrutaban.
Pedro fue educado con mucha dedicación y amor. Su padre Miguel Gallo le dio las mejores oportunidades y le creó a Pedro una forma de pensar inigualable, que le permitió destacarse de los demás niños, y su madre Candelaria Goyenechea le abrió las puertas para su curiosidad, solidaridad y especialmente la capacidad de ser sensible con la injusticia, siendo que no era capaz de soportar ver a un hombre maltratado ni a un pobre humillado.
Pero, tiempo después, cuando Pedro tenía 20 años, sufrió un golpe que parecía que lo apuñalaran 10.000 agujas clavándose en su cuerpo: su padre Miguel Gallo había fallecido. Un golpe muy bajo para la vida de Pedro. Pero lejos de dejarse caer por la pena, la angustia y su maldito pensamiento de “por qué…”, Pedro decía: “¿Por qué papá?… ¿por qué tenías que ser tú?”.
Pero no se dejó influenciar por esto, y se encargó de la inmensa fortuna de su padre. Lejos de convertirse en una persona rica egocéntrica, decidió usar sus recursos para fomentar la educación, la cultura y el progreso de la zona norte. Construyó escuelas, apoyó periódicos y se apoyó con socios intelectuales y políticos, y juntos compartieron una mejor visión de la zona norte y de todo Chile.
En su tiempo, se tenía en mente que todos los logros, decisiones y riquezas venían de la sede central, Santiago, pero se ignoraban los logros de las otras zonas. Pedro, convencido de que había llegado la hora de actuar, se reunió con su grupo en su hogar y dijo las siguientes palabras:
“La libertad no se mendiga, se conquista. Si el gobierno no escucha al norte, el norte hablará con el trueno de sus fusiles”.
Así se creó una revolución donde todas las personas del norte participaron: campesinos, mineros, artesanos e incluso militares veteranos. Todos ellos se reunían por una sola causa: un gobierno más considerado con todo el país, y con todo honor y valor.
“Compañeros del norte, ha llegado la hora de demostrar que no somos súbditos, sino ciudadanos. El norte no se arrodilla ante la injusticia”, decía Pedro.
Los heridos llamaban a Pedro como “León del Norte”, por las batallas ganadas. Siempre portaba una moneda de cobre en su pecho.
Pero la suerte cambió con el viento atacameño: aparecieron muchos soldados del gobierno y lograron acorralar a Pedro con sus revolucionarios. Como castigo, el gobierno echó al “León del Norte” hacia Perú y luego a Europa, pero nadie sabía lo que tenía planeado Pedro.
Cuando llegó, Pedro empezó a reflexionar sobre sus errores y sus sueños. Lejos de amargarse, se dedicó a estudiar, aprender a leer y fortalecer su visión del sol atacameño, porque le permitió comprender que la libertad no siempre se gana con las armas, sino con las ideas, la perseverancia y la voz del pueblo.
Años después, toda la zona del norte tembló por la presencia de un espíritu vencedor. Los pueblerinos tan solo lo recibieron con respeto y afecto. Y cuando tocó el suelo de Copiapó, el espíritu se aclaró y brilló con color naranja, y cuando se despejó, se reveló su figura, su sombra y la moneda del pecho: era Pedro.
Tan pronto como apareció, inspiró a todos los ciudadanos para mejorar el pueblo. Fue votado como diputado y senador de varios pueblos, transformó su casa en Copiapó convirtiéndola en un centro de reunión de pensadores, ilustradores, artistas y políticos. Desde ahí, luchó por las ideas y pensamientos que siempre lo guiaban, como por ejemplo permitir ayudar y fomentar a regiones que estaban olvidadas como Atacama. Era un lugar donde no se empuñaban armas, sino que decían y creían que el arma más poderosa era la palabra.
Pasaron los años. Pedro se casó con una linda muchacha, tuvieron 4 hijos y, a lo largo de su vida, el fuego vivaz de Pedro seguía, pero lentamente se atenuaba. En sus últimos días, su esposa lo acompañaba y cuidaba, mientras que sus hijos estaban muy apenados y tristes por su vida. El hijo mayor Ángel le quiso preguntar algo a su padre:
—Papá… ¿valió la pena tanto sacrificio?
Pedro respondió: —Sí, hijo. Aunque perdiera varias batallas, gané algo mayor y mejor que cualquier reconocimiento.
Ángel, confundido, le preguntó a su padre: —¿Y qué fue eso?
Pedro respondió con una sonrisa: —La certeza de que un hombre puede morir tranquilo si alguna vez luchó por lo justo, aunque el mundo aún no lo comprenda.
De igual forma, como el sol atacameño saludó a Pedro, se despidió con orgullo y alegría, dejando tras de sí una huella profunda. No fue un tipo cualquiera ni un rebelde sin causa. Fue un espíritu, un hombre adelantado a su época que se atrevió a soñar con un país más igualitario. Su figura simbolizó la lucha del norte por hacerse escuchar, la voz del desierto que clama por justicia.
FIN.
Votación popular
Si este es uno de tus relatos favoritos, puedes apoyarlo en la votación popular de Historias de Copiapó 2025. Entre todas las personas que voten se sortearán dos gift card de $20.000, con entrega presencial el 6 de diciembre.
Puedes votar sólo una vez, con tu correo electrónico.
