Relatos seleccionados · Convocatoria 2025

El amor copiapino

El amor copiapino

Cuando Martina dejó El Salvador, el campamento minero donde había pasado toda su vida, sintió que estaba soltando algo más que un lugar: estaba dejando una parte de ella misma. Ahí estaba su familia, la gente que la había visto crecer, las calles de tierra conocidas, los cerros de color cobrizo que la acompañaron desde niña. Ahí estaban sus primeros cariñitos, esas tardes lentas en las que no pasaba nada… y aun así todo se sentía seguro.

Pero también estaba esa sensación de que el mundo era chico, demasiado chico para lo que ella soñaba.

Por eso, cuando la aceptaron en la Universidad de Atacama, se armó de valor y se fue. Su mamá lloró. Su papá la abrazó como nunca. Sus amigas prometieron videollamadas, aunque en el campamento la señal siempre se iba. Y aun así, ella tomó sus cosas y partió.

Llegar a Copiapó fue como chocar con la vida real. La ciudad era grande, ruidosa, caliente. La Alameda llena de autos, colectivos frenando donde fuera, ese calor que bajaba desde los cerros como si te siguiera… y la soledad. Esa fue la peor parte.

Dormía en una pieza chiquita, paredes delgadas, un ventilador que sonaba como si estuviera a punto de despegar. En clases nadie sabía quién era. En los recreos, todos ya tenían su grupo. A veces extrañaba tanto El Salvador que se le apretaba la garganta.

Consiguió un trabajo en el Unimarc del centro para sobrevivir. Horas en la caja, reponiendo, escuchando el altoparlante gritar ofertas. Al principio sentía que el ruido la agotaba. Después… empezó a agradecerlo. El ruido no deja espacio para pensar ni para sentirse sola. Pero, aun así, seguía con esa sensación de vacío. Estudiar, trabajar, comer, dormir. Repetir.

Hasta que un sábado se cansó. El calor estaba imposible y ella simplemente tomó su mochila y se fue a la terminal. Quería mar. Quería aire. Quería sentir algo distinto.

Compró un pasaje a Bahía Inglesa. Y justo cuando el bus estaba por partir, subió un niño corriendo. Respiraba como si hubiera cruzado todo Copiapó en sprint. Pelo un poco revuelto, polera clara, mochila al hombro. Miró el bus. La vio. Sonrió.

—¿Está ocupado?
—No, dale —dijo ella, moviendo su mochila.

Se sentó y soltó un suspiro larguísimo.
—De verdad pensé que lo perdía.

Martina rió bajito.
—¿Vas a Bahía?
—Obvio. Voy siempre —respondió, mirándola con esa vibra de persona que sabe disfrutar la vida—. ¿Y tú?
—Primera vez.

Él abrió los ojos, sorprendido.
—Entonces prepárate. Te va a gustar.

Y ahí empezó todo.

En el viaje hablaron de la vida como si llevaran años conociéndose. Él se llamaba Thiago, vivía en Paipote, estudiaba ingeniería, pero aún no estaba seguro si era lo suyo. Le gustaba la música, el mar y caminar sin rumbo.

Ella le contó lo difícil que había sido dejar El Salvador, lo sola que a veces se sentía, lo
pesado del Unimarc.
—A veces siento que Copiapó me rechaza —dijo Martina con una risa triste.
—A veces Copiapó es medio pesado —admitió él—. Pero créeme, tiene cosas bonitas.
Solo hay que pillarlas.

Cuando llegaron a Bahía Inglesa, el viento fresco la golpeó de frente. La arena clara, la mar turquesa, esa luz que parecía mentira. Martina se quedó muda.
—Es precioso…
—Te lo dije —respondió él con una sonrisa que parecía sol.

Pasaron el día juntos. Caminaron por la orilla, comieron helado, se mojaron los pies en el agua helada, hablaron de sueños, miedos, tonteras. Era raro cómo calzaban. Cómo todo fluía.

En el bus de vuelta, él le pidió su número.
—Para repetirlo —dijo él, pero los dos sabían que era más que eso.

Y lo repitieron. Muchas veces. Él pasaba al Unimarc solo para verla. Ella lo esperaba después de clases. Iban a Caldera, a Playa Brava, a Tierra Amarilla.

Martina empezó a sentir que Copiapó ya no era ese lugar seco y hostil.Era el lugar donde alguien la esperaba.

Meses después, él la llevó de nuevo a Bahía. Al mismo punto donde se sentaron la primera vez.
El mar brillaba igual. Pero ella ya no era la misma.

—Martina —dijo Thiago, nervioso, con el corazón saltándole—. Tengo que decirte algo.
—Dime… —susurró ella.
—Gracias por llegar a Copiapó.
Gracias… por llegar a mí.

Martina casi se ríe de la emoción.
—Gracias a ti. Si no te hubiera conocido, probablemente ya estaría de vuelta en El Salvador.

Él tomó sus manos.
—Ojalá nunca te vayas.
—No pienso irme —dijo ella—. No mientras estés aquí.

Se besaron.
El mar de fondo.
El desierto floreciendo solo para ellos.
Y desde ese día, Copiapó dejó de ser desierto.
Se convirtió en hogar.


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