Relatos seleccionados · Convocatoria 2025

Al final del túnel

Al final del túnel

Yo, lo he perdido todo, no me queda nada, todo lo que perdí, todo lo que gané, todo lo que ganaré y todo lo que perderé ya no importa pues no me queda nada, solo tengo mi alma, ya podrida, millones de fragmentos de mi orgullo y este traje de negocios roto. Yo me llamo Leo Cabrera y lo perdí todo; dijo, sentado en la vereda afuera del parque Schneider con una cara que reflejaba pura tristeza y agonía.

Unos minutos después un señor de unos aproximados 55 años que empujaba un carrito de helados se sienta a su lado.

—¿Está bien señor? —dijo con genuina preocupación en su voz.
—No, no estoy bien, ya no me queda nada —dijo Leo sin poder aguantar las lágrimas.

El señor se levanta y le sirve un helado.

—¿Quiere usted hablar de lo que le pasó? —dijo con un tono comprensivo.

Yo era dueño de una de las minas más grandes de Atacama, pasé toda mi vida en esa mina, me vio crecer a mí y mi padre. Esa mina tiene décadas de historia. Mi abuelo llegó aquí desde Estados Unidos en una época en que la minería emergía como una gran esperanza de prosperidad para toda la gente de la zona y fue así como comenzó a trabajar en ello hasta conseguir fundar su empresa minera en el yacimiento de la mina San Gerardo, lo que dio empleo a muchos hombres. Además, él les daba dinero a los pobres, hacía muchas obras benéficas para compartir sus ganancias con la comunidad y retribuía el trabajo de su gente con muy buenos sueldos para todos sus trabajadores. Razones como estas habían hecho que fuese muy valorado, respetado y amado por todos los habitantes de Copiapó, pues su nombre y su buen corazón eran conocidos por todos y la tierra parecía alegrarse de sus acciones ya que lo premiaba con una rica beta en su mina.

Todo esto se mantuvo así de bien hasta que mi padre llegó como el nuevo dueño; primero redujo los sueldos, abarató costos en seguridad, lo que le arrebató la vida a muchos hombres y, obviamente, jamás dio ni un solo peso a los pobres. Las cosas cambiaron radicalmente y después, cuando mi padre murió, me dejó la mina. Yo heredé la historia, la mina y sus errores. Pasé años tratando de arreglarlo todo, cada uno de sus errores, y cuando lo solucioné todo, la mina era tan vieja y explotada que se quedó sin nada. Ya no había nada que extraer, la empresa se derrumbó y, como mal presagio, mi vida también.

Vino el divorcio, a mi hijo le diagnosticaron cáncer. Lo di todo para salvarlo, pero no sirvió de nada: él murió la semana pasada. El cáncer se lo llevó y me dejó sin un peso en el bolsillo y con el alma destrozada. Por eso me ve aquí sin nada ni nadie. Yo, lo he perdido todo, ya no tengo nada por lo que vivir. Di todo por esta región, por mi familia pero…

Justo el anciano habla interrumpiendo al hombre y le dice:

—Escúcheme, señor Leo, sé exactamente cómo se siente: estar en el punto más bajo de tu vida, solo, sin nadie, querer morir… pero quiero decirle que siempre hay una luz al final del túnel. Por mi parte, yo vendo helados para ganarme la vida. Es un trabajo humilde, pero es lo que hay y lo disfruto. Sé que usted, con el triple de oportunidades que yo y con la fuerza que le dará recordar su historia, encontrará su lugar en el mundo. Y si hay algo que puedo decirle, es que todos tenemos un lugar en el mundo. Su abuelo lo encontró y supo reconocer la fuerza interior de la gente de Copiapó y retribuir el esfuerzo con que toman el mineral de la tierra. Este lugar lo vio crecer a usted y a tres generaciones en total, y todos aquí lo conocen y saben cómo es usted. Así que ahora levántese y reconstruya su vida.

Fue así como el hombre le extiende la mano y este la acepta para levantarse.

—Gracias, sabias palabras —dijo Leo secándose las lágrimas.

Leo se retira del lugar prometiendo volver a encontrarse con aquel hombre.

Mucho tiempo después, Leo se recompuso: formó un negocio desde cero y se volvió exitoso. Retomó las prácticas de su abuelo y ayudó a todo quien pudiera necesitar de él, pero jamás volvió a ver al hombre, ya que él sigue repitiendo sus enseñanzas por todo Chile.

La enseñanza de esta historia es que uno siempre puede levantarse como un fénix de las cenizas. Nuestra gente atacameña recibe cada día la fuerza de nuestro sol nortino que, con sus rayos, abriga la esperanza en cada uno de sus corazones. Da igual qué tan mal vayan las cosas o qué todo te salga mal, porque siempre hay una luz al final del túnel, y el final del túnel es tu lugar en el mundo.

Fin.


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