Relatos seleccionados · Convocatoria 2025

Una lluvia que no borró sino unió

Una lluvia que no borró sino unió

Dicen que las lluvias en Copiapó son maravillosas. Pues, desde ese día, para mí no lo son. Probablemente para otras personas sí sea algo mágico, un espectáculo muy bonito que pocas veces se puede observar.

Retrocedamos hacia atrás. Yo nací en Copiapó. Mi nombre es Ale, tengo dos hermanos y soy la única mujer de la casa, por tanto, la preferida de mi papá. Él trabajaba en la minera La Candelaria; a mí siempre me pareció un trabajo muy peligroso, arriesgado y también sacrificador. Mi mamá era ama de casa; se encargaba de mí y de mis hermanos.

Lo recuerdo con claridad: era un 25 de marzo. Parecía ser un día caluroso, como siempre. Yo me levanté muy temprano para ir al liceo junto a mis hermanos. Quedaba cerca, por eso íbamos caminando. Para hacer más agradable el recorrido, me ponía mis audífonos mientras observaba el paisaje del día, junto a las montañas arenosas.

Cuando llegué al liceo, se rumoraba que habría muchas precipitaciones. A todos nos parecía algo divertido, ya que no se ve todos los días. Sin embargo, no imaginábamos lo que pasaría después.

De repente, empezó una lluvia muy leve, nada que pareciera afectar nuestro bienestar. Ya se acercaba la hora de salida. Volvía a casa acompañada de unas amigas mientras jugábamos bajo la lluvia, que ya había durado un buen rato, pero no le dábamos importancia porque nos resultaba divertido.

Cuando llegué a casa fue cuando comenzó todo. Las lluvias se intensificaron, ya siendo algo fuera de lo normal. Vi a mi mamá con una cara de preocupación. Dieron la información de que las quebradas se habían activado muy rápido y que el agua llegaría pronto a la ciudad. La preocupación aumentó cuando supimos que mi papá venía de camino a casa y no daba señales de estar bien. Pensamos que se le había acabado la batería del celular. Por suerte, nosotros vivíamos en un lugar alejado del río y en una zona alta. Sin embargo, el no estar con mi papá nos preocupaba más de lo normal.

Empezamos a ver las noticias, y lo que mostraban era desesperante. Se cortó la luz y no teníamos comunicación con mi papá. No sabíamos dónde estaba. Pedíamos a Dios que se encontrara bien, pues no podíamos hacer nada. Fueron horas de desesperación: estuvimos más de seis horas resguardándonos en casa para estar a salvo, mientras muchas personas luchaban por sobrevivir.

La lluvia pudo causar mucho daño en tan pocas horas, pero sus efectos duraron mucho tiempo.

Después de esperar horas, pudimos tener algunas noticias, aunque el corte de luz lo dificultaba todo. Nos enteramos de que había muchos desaparecidos por los derrumbes y las corrientes de agua; lo más probable era que entre ellos estuviera mi papá. En mi casa no había un buen ambiente: todos estaban preocupados.

Sentía una sensación que nunca había sentido, una mezcla de emociones. Solo pensaba en que él estuviera bien. No teníamos más información; había búsquedas, pero sin resultados certeros.

Pasaron dos días. Había muchas familias afectadas que habían perdido su hogar y sus pertenencias, y que necesitaban mucha ayuda. Pero también estaban las personas como nosotros, que se morían de incertidumbre por saber de sus familiares.

Esa tarde rezábamos para tener noticias. Manteníamos la fe de que él se encontraba bien. Por suerte, recibimos noticias, pero no eran agradables: encontraron sus documentos entre los escombros, por la avenida Circunvalación. No sabíamos si era una noticia para alarmarnos o para tranquilizarnos; estoy segura de que la última no era la más certera.

La preocupación me mataba más que nunca en la vida. Mi papá era todo para mí. No lo encontraban por ningún lado. Nos prometieron que nos darían las noticias apenas supieran algo. Esas fueron las horas más eternas de mi vida.

Después de cuatro horas, llamaron. Dijeron que en el hospital había un hombre no identificado, debido a los daños que había sufrido, y que estaba con vida. No sabía si sentirme feliz, pero tenía una gran esperanza de que fuera él. Cuando llegamos, lo reconocimos: era mi papá. Llevaba la chaqueta que le habíamos regalado el Día del Padre. Verlo en una camilla, totalmente afectado, con heridas graves, pero vivo… solo verlo respirando me tranquilizó. Le di un abrazo como nunca antes. Nada podía igualar la felicidad de verlo con vida.

En el hospital no solo vimos heridos. Detrás de todo eso vimos una unión increíble: cómo los copiapinos podían unirse por un bien común y ayudarse unos a otros. Eso es lo que los identifica como comunidad: la unión. Desde esos días se unieron todos, incluso a nivel nacional, para recuperarse de todos los daños. Fue un proceso largo, de meses, que dejó secuelas en escuelas, hogares, familias y trabajos. Pero con esfuerzo, empatía y compañerismo, después de mucho trabajo, se logró salir adelante.

Mi papá se había recuperado. Tenía leves secuelas y heridas, pero ya estaba mejor. Nosotros sentíamos que debíamos hacer algo por los demás, así que donamos y ayudamos en todo lo que pudimos.

Una frase que me marcó mucho en ese momento fue: “En el desierto también puede llover y después florecer”. Para mí, esa frase representó un proceso muy duro, lleno de desesperación, pero que con trabajo y esperanza nos permitió volver a encontrar la calma.


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