Copiapó ardía en silencio la noche del 5 de enero de 1859. Mateo Sarmiento, herrero de veinticinco años, ajustaba la correa de su morral mientras observaba desde su taller cómo las sombras de hombres armados se movían entre las calles de tierra. Él no era soldado, pero como muchos en la ciudad, su corazón latía al ritmo de un mismo deseo: libertad para Atacama.
Su hermano menor, Ignacio, irrumpió jadeando en el taller. —¡Mateo! ¡Los de Gallo ya se reunieron en la plaza! ¡Es esta noche! En sus ojos, el brillo de la causa se mezclaba con otro fuego más secreto. —Y traje esto —añadió, extendiendo un pergamino amarillento robado de la iglesia.
Este mostraba un mapa de la Quebrada de Los Loros, con una marca de sangre seca junto a una formación rocosa llamada “La Cueva del Diablo”. Las leyendas locales hablaban de “La Sombra Plateada”, un tesoro maldito de los diaguitas, escondido donde la tierra sangraba plata y custodiado por algo que no era de este mundo.
Unidos a las fuerzas de Pedro León Gallo, Mateo e Ignacio marcharon hacia el sur. No eran un ejército, sino un puñado de hombres con honor y esperanza. Entre el polvo del desierto y la travesía, Mateo sentía una presencia fría que los seguía, acechándolos a la distancia. De día, el sol era su aliado; de noche, el miedo se apoderaba del campamento.
En la víspera de llegar a la Quebrada de Los Loros, un miliciano amaneció muerto, sin un rasguño, con los ojos completamente negros. Un viejo minero que se había unido a la causa, Don Isidro, se persignó. —Es “la maldición del sol negro” —dijo, y les susurró a los hermanos—: El tesoro del que hablaban no es riqueza, es una puerta. Y algo del otro lado quiere salir por ella.
Al día siguiente se encontraron con soldados del gobierno y la batalla en la Quebrada de Los Loros estalló con furia. Mientras los cañones tronaban y las balas silbaban, Mateo e Ignacio, con el fervor de la batalla, se separaron del grueso de la tropa y, guiados por el mapa, encontraron la entrada de la cueva tras una cascada seca. Dentro, el aire era frío y pesado, y las paredes brillaban con un mineral plateado que parecía palpitar.
En el centro de una cámara circular, sobre un altar de piedra, había un cofre de plata maciza. Era el tesoro. Pero al acercarse, las sombras de la cueva se movieron. De la penumbra emergieron figuras humanoides, altas y delgadas, con ojos vacíos y bocas sin labios. Eran los Guardianes, espectros de los antiguos chamanes diaguitas que habían sellado allí no un tesoro, sino a una entidad hambrienta de almas: El Devorador de Esperanzas.
—¡No es la plata lo que quieren, es nuestra luz! —gritó Don Isidro, que los había seguido con cautela y que había estado interesado en la leyenda y en encontrar el lugar por mucho tiempo. —El metal es la cadena que lo mantiene aquí —añadió.
Los espectros avanzaban, y su sola presencia helaba la sangre. Ignacio, impulsivo, disparó su rifle. La bala atravesó a la criatura sin efecto. El ser emitió un sonido gutural que hizo temblar las paredes.
Mateo, con la mente fría, recordó las leyendas. —¡La plata! —exclamó—. En las historias, el metal puro debilita a los espíritus impuros. Tomó una barra de plata nativa que había en el suelo y, con la fuerza que le daba su oficio, la golpeó contra el cofre. Un sonido agudo, puro y cristalino, resonó en la cueva. Los espectros retrocedieron, chirriando de dolor.
Fue entonces cuando la entidad principal, El Devorador, se materializó: una masa oscura y amorfa con innumerables ojos parpadeantes. —¡Hay que sellarlo otra vez! —gritó Don Isidro—. ¡El cofre es la clave!
Mientras los espectros se reagrupaban, Mateo y el viejo minero trabajaron contra el tiempo. Con herramientas de herrería y la barra de plata, sellaron el cofre, encerrando dentro la energía oscura que emanaba de la grieta en el altar.
Ignacio, con un valor ciego, se interpuso entre su hermano y el Devorador, que con su último esfuerzo intentó llevarse el alma de Mateo. Blandiendo solo un machete, exclamó: —¡Por un Atacama libre! Antes de que la sombra lo envolviera. No gritó; solo desapareció, consumido.
Con un último golpe, el sello se completó. Un destello cegador llenó la cueva, y un alarido de rabia infinita retumbó antes de apagarse. Las sombras se desvanecieron. El silencio regresó. Mateo salió de la cueva solo, con el corazón destrozado. La batalla había terminado, y las fuerzas de Gallo, aunque valientes, habían sido derrotadas. El gobierno central había sofocado la rebelión.
Al regresar a un Copiapó sometido, Mateo no llevaba plata, pero sí la verdad. La verdad de que algunos tesoros no deben ser desenterrados. Y la certeza de que su hermano no había muerto en vano. Había luchado no solo contra un ejército, sino contra una oscuridad ancestral, y había protegido a su tierra de un mal mucho mayor.
Hoy, en las noches de luna llena, los pastores de la Quebrada de Los Loros juran ver dos sombras junto a la cascada seca: un joven con un machete y un herrero con una barra de plata brillante, custodiando para siempre el umbral que no debe ser cruzado. Y se dice que quien busque el tesoro de la Sombra Plateada no encontrará riquezas, sino la advertencia eterna de aquellos que prefirieron proteger su tierra antes que poseerla.
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