Copiapó, marzo de 1859 Querida madre: Le escribo con los pocos rayos de luz que llegan al lugar donde estoy escondido. Dicen los demás que mañana habrá combate… yo no sé si podré ver nuevamente otro amanecer en este valle que tanto quiero y defiendo. Pero no tenga pena, madrecita, no me llore. No vine hasta aquí por gloria, orgullo ni por rabia; estoy aquí porque uno se cansa de ver cómo nuestra vida y la de muchos nos pesa más que para los dueños con los bolsillos llenos de cobre.
Usted sabe cómo es la mina: cuando me ve llegar con la cara cubierta en costras y tierra seca, por ese calor que nos parte los labios y nos seca la lengua, cuando me mira a los ojos rojos irritados en polvo de mina. Allá en Santiago dicen que Chile progresa; que se levantan los grandes edificios blancos, esas universidades enormes con las que ni siquiera puedo soñar…dicen que es casi como Europa. Pero acá, madre, el progreso no llega; sólo llega el polvo.
No le escribiré más sobre el dolor y cansancio que siento sobre la situación, porque sé que usted me ha visto lo suficiente después de cada día en la mina. Ahí me entenderá por qué seguí al señor Pedro León Gallo cuando nos habló de justicia y libertad para el norte, de un Chile donde el norte no tuviera que mendigar lo que produce con su propio sudor. Y yo le creí, madre, porque es un rico distinto, en su voz sentí conciencia y consideración por los que trabajamos con la espalda hirviendo.
Cuando dejé la mina para unirme a los rebeldes, los compañeros me despidieron con abrazos y promesas de que cuidarían de usted. Algunos se rieron y dijeron que éramos locos, que aspirar tanto polvo de metales nos había drogado, que ningún gobierno tomaría en cuenta la voz de unos mineros y artesanos. Yo no vine a buscar reconocimiento ni hacer un escándalo por rabia. Vine porque la injusticia se me está reflejando en las manos y no puedo con el sentimiento de transformarme en ello. Nuestra casa merece justicia, madre, el desierto merece justicia y no tiene nada con que defenderse más que nosotros. Y eso es lo que haremos.
Estamos acampados cerca de Los Loros, un lugar estratégico según nos indica el señor Pedro León Gallo. El aire está infestado en pólvora y empapado en miedo. Con sinceridad te admito que ambas cosas se están adhiriendo a mi cuerpo pesadamente. Algunos hombres a mi lado rezan con voz temblorosa aquellas oraciones que nos enseñaban cuando chicos en la iglesia San Francisco; otros afilan sus bayonetas con la mirada totalmente perdida que no podría decirte si están aquí precisamente.
Yo para distraerme de todo lo que me rodea, pienso en el río. Ese hilo de agua que me vio crecer. ¿Recuerdas cuando me llevabas de la mano a caminar por la orilla, mamá? En sueños lo vi anoche, madre: corría claro, libre, como si la tierra misma quisiera limpiarse y despojarse de cuanta injusticia. Cada uno de nosotros aquí carga una historia en la injusticia del trabajo aquí en el desierto. Uno de los hombres aquí perdió a su hermano en la mina por un derrumbe; otro tiene las manos partidas y con sangre seca, le huelen mal y algunos dicen que se las tendrán que amputar, pero él aún toca la guitarra roñosa con la que llegó al campamento para animarnos en las noches. Hay una mujer también aquí, que con suma nostalgia me recuerda a los tratos que me daba usted, madre. Ella nos cura con hierbas y dice que el viento del desierto escucha las plegarias de los humildes. Somos pocos, madre, no te mentiría, pero estamos unidos por una misma esperanza: ser chilenos, pertenecer a la patria y a sus recursos. Ya no queremos ser parte del grupo que solo entrega.
A veces pienso en usted, madre, amasando pan al amanecer, con las manos blancas de harina, su espalda doblaba y los ojos cansados. De noche pienso en su voz llamándome cuando era niño, cuando todo era más simple y creía que el mundo era tan pequeño como el valle. Eso me permite acunarme lo suficiente para lograr descansar. Qué distinto es ahora, qué grande se siente el silencio de la noche antes de la guerra.
Dicen que el gobierno tiene más hombres, cañones y fusiles, pero ellos pelean porque se los ordenan, porque creen que no hay otra opción. Los nuestros pelean porque sueñan con un país más justo. Yo no sé qué va a pasar mañana, madre. Tal vez esta carta nunca llegue a sus manos y se pierda en medio del ruido de los disparos y gritos, o quede enterrada bajo la arena, pero ahí al menos persistirá la esperanza por el cambio de nuestra realidad injusta.
Si llega esta carta a sus manos, y yo ya no regreso, quiero que mire al cielo cada vez que florezca el desierto, que busque entre los colores y las flores alguna señal de que sigo aquí, acompañando sus días. Dígale a la gente que no luchamos por odio, sino por amor a la tierra que nos vio nacer, a las manos que trabajan sin descanso y a las bocas que muchas veces se acuestan sin comer. No quiero que me recuerden como un rebelde sin causa, sino como un hijo suyo que no soportó seguir viendo cómo nos quitaban lo poco que teníamos.
Cuéntele a la gente sobre mi nombre y el de mis compañeros; que alguna vez hubo mineros y campesinos que levantaron el rostro y hablaron por todos los que no podían hacerlo. Cuéntele que en el norte de Chile hubo un lugar donde los hombres cansados decidieron tomar sus herramientas y transformarlas en armas de dignidad. Que no fuimos perfectos, que teníamos miedo, pero que aún así decidimos enfrentar al poder porque sabíamos que la vida no podía seguir siendo solo sacrificio y silencio. Que sepa el mundo que el norte habló con voz propia, aunque el viento la llevara lejos.
Ahora debo guardar esta carta antes de que amanezca. Los hombres se están preparando, el tambor suena, y el cielo empieza a teñirse de rojo. Si mañana el sol vuelve a salir sobre el valle, quiero creer que alumbrará un Chile más justo, donde nadie vuelva a sentirse olvidado.
Los compañeros están tensos. Yo sólo pienso en usted y en nuestra casita de adobe. Si me entierran en esta tierra árida, sepa que será la misma que me vio trabajar, reír, soñar y crecer.
Su único hijo, Minero de Chañarcillo, Soldado del pueblo libre de Copiapó.
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