Relatos seleccionados · Convocatoria 2025

El arriero olvidado

El arriero olvidado

El sol del Desierto de Atacama no miente, ni perdona. Juan Godoy conoció ese sol desde su nacimiento, alrededor de 1800, en el humilde pueblo de indios San Fernando.

En aquella época, la vida no se aprendía en libros. Para el hijo de una pastora en un pueblo del desierto, el analfabetismo era una realidad común; el aula era el cerro y el libro de texto era la áspera geografía. Juan era un trabajador rústico, un arriero, cuyos músculos se endurecieron escalando laderas con el “cuero o capacho” para cargar leña. Su vida era una rutina de esfuerzo silencioso: pastorear cabras y soñar con una vida menos dura.

La villa de San Francisco de la Selva, como se conocía entonces a Copiapó, era tan solo un oasis polvoriento. Todo cambió en el mes de mayo de 1832. Juan andaba por las lomas del sur, cerca del barranco de Chañarcillo, realizando sus labores; al golpear la roca con su piqueta, la veta se abrió y, en la herida de la tierra, brilló algo: plata nativa. Juan había tropezado con el corazón mineral más grande de Chile.

La noticia estalló en San Francisco de la Selva. El arriero, el hombre que solo había conocido el valor de un puñado de monedas, se vio dueño de un secreto que valía reinos, la mina que llamó “La Descubridora”; la ciudad fue invadida por una marea de ambición. Por unos meses, Juan Godoy probó el sabor de un lujo desmedido en el “Gran Jotabeche”, pero esa alegría desmedida fue su condena.

Juan, inexperto y sin saber defenderse de la codicia, vendió su parte de la mina a su socio, Miguel Gallo Vergara; recibió $14.000 pesos, una fortuna que solo era un chiste al lado de lo que realmente valía la mina. La gente murmuró que había sido víctima de una “dobla”, una injusticia cometida contra el minero inexperto.

Mientras la plata brotaba sin parar de Chañarcillo, transformando a Chile en un centro de poder económico, el dinero de Juan se esfumó: robado; gastado. Murió en la miseria completa en 1842, apenas diez años después de su descubrimiento. La ciudad creada con su suerte le había pagado con la traición.

La tristeza de Juan Godoy contrastaba con el esplendor indomable de Copiapó. La plata construyó un espejismo en medio del desierto. Los adobes se cubrieron con fachadas de estilo europeo. Se instalaron instituciones de élite y la ciudad se bañó en la luz temprana del progreso, con alumbrado público de gas.

El clímax de esta transformación llegó en 1851. Los nuevos potentados de Copiapó, urgidos por llevar su metal al puerto de Caldera, trajeron el ferrocarril. La locomotora “Copiapó”, fabricada en Filadelfia, Estados Unidos, era un prodigio de la ingeniería. El 25 de diciembre de 1851, el silbato de esta máquina a vapor rompió el silencio ancestral del desierto. Era el primer tren de Chile y Sudamérica. El ferrocarril era el símbolo de un futuro brillante y despiadado.

Pero el corazón de los copiapinos no pudo ignorar la injusticia. El mismo año de la inauguración del tren, la ciudad decidió honrar a quien lo merecía. En la plaza central se inauguró el Monumento a Juan Godoy. La placa grabada reza:

“A JUAN GODOY, DESCUBRIDOR DE CHAÑARCILLO QUE VIVIÓ EN ESTE LUGAR, LA ESCUELA DE MINAS DE COPIAPÓ GRABA AQUÍ SU TESTIMONIO AGRADECIDO A LA MEMORIA DEL LEÑADOR Y ARRIERO POR CUYO INTERMEDIO QUISO EL DESTINO DERRAMAR SOBRE ESTA CIUDAD RIQUEZAS INCALCULABLES.”

Y es aquí donde el cuento de Juan Godoy se funde con el Chile de hoy. El eco de la piqueta del arriero no se perdió en el siglo XIX; se transformó en el latido económico que sigue moviendo a la nación.

La riqueza de Chañarcillo, aunque agotada, dejó en la región de Atacama una identidad inquebrantable: la de ser la cuna de la minería chilena. Hoy, la plata ha dado paso al cobre, el metal que es el motor de la economía actual, pero la tradición, la tecnología y el riesgo de la industria nacieron con esa veta descubierta por Juan.

El capital que amasaron los ricos mineros de Copiapó fue la semilla para fundar bancos y financiar empresas que luego diversificaron la economía chilena. El esfuerzo de ese tiempo forjó una cultura de trabajo duro y especializado que hoy nutre las grandes faenas mineras de la región. En cada camión que transporta mineral, en cada inversión que llega al norte, hay una línea invisible que se remonta a ese primer tren de 1851 y, más allá, al golpe de piqueta del arriero.

La historia de Godoy, el hombre simple que fue explotado, también dejó una conciencia social sobre la injusticia, resonando en la lucha por los derechos de los trabajadores de la minería, una lucha que persiste para garantizar que la riqueza del subsuelo sea justa para quienes la extraen.

Así, la estatua de Juan Godoy permanece de pie en la plaza de Copiapó, no solo como un recuerdo, sino como la raíz viva que explica por qué el desierto sigue siendo el corazón productivo de Chile. La fortuna se rompió para el arriero, pero su hallazgo construyó el destino y la base económica de una nación que hoy mira al futuro, de pie sobre el metal que él encontró.


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