Prólogo
Fuerte viento sopla en Copiapó, a veces sí, otras veces no.
Viento con furor y ruido que arrastra en el polvo lo que alguna vez fue.
Recuerdos:
eventos pasados que, navegando por ese aire, buscan regresar.
Pero otras veces, cuando el viento calla, el silencio llena cada rincón.
Un silencio que no es vacío, donde la arena quieta del desierto guarda lo que estuvo, manteniéndolo vivo descansando en ella.
Memoria.
Entre ambos, Copiapó se define:
una ciudad llena de historia que, aunque parezca marcharse, siempre permanece.
Esta tierra conoce bien los adioses: lluvias, amores, ríos y familias que el desierto ve partir. El atardecer resplandece en toda la pampa, pero poco a poco el sol se marcha llevándose consigo los colores.
Con la mirada en el suelo, Juan Godoy caminó entre estos cerros, con la fe en sus trabajadas manos y la esperanza reflejada en sus ojos, iluminado por un sueño que esperaba que aquella tierra seca le concediera.
Herederos somos de este polvo y esperanza;
de quienes descubrieron la plata,
de los que descubrieron amor.
La riqueza en esta tierra yace;
esa riqueza no se pesa.
…
Una pequeña brisa mañanera recorría la casa. La puerta abierta dejaba entrar el calor del sol e iluminaba todo el espacio abierto de la cocina junto con el comedor. Así mismo, un pequeño destello se prolongaba por el largo pasillo, coloreando de dorado los granos de polvo flotando en el aire.
Lissette, sentada al borde de la silla, observaba con la mirada perdida el cerro grande y café que lograba divisarse por la puerta. Sumida en sus pensamientos, inconscientemente comía su pan: una tapa de marraqueta tostada, con la mantequilla derretida sobre ella. Su borde, más quemado, se quebrajaba con cada mordida y dejaba ese gusto agrio en el paladar.
—Mamá, ¿a qué hora me irás a buscar al colegio? —preguntó Florencia, hermana de Lissette.
—Hoy te buscará tu papá, tengo que ir al centro —respondió ella, apresurándose a darle el motivo que seguro preguntaría—. Tengo que ir a la oficina de Mejor Niñez.
Florencia miró con extrañeza, luego recordó:
—¿Sobre el nuevo bebé? —preguntó feliz.
Lissette, a su lado, asintió con la cabeza.
Sus padres habían estado, hacía un año, dentro del programa de Familias de Acogida, capacitándose para poder cuidar a niños que necesitaran un hogar temporal. Ese día iban a recibir a un pequeño por primera vez.
—Lissette, quiero que me acompañes. Tú sabes lo importante que es.
—Está bien, mamá —dijo pensativa.
Estaba un poco nerviosa; no sabía cómo sería esa experiencia y tenía muchas dudas. El hecho de no poder tener certeza del tiempo que ese pequeño estaría con ellos la preocupaba. Solo sabía que ese bebé necesitaba una familia, y ellos se la darían, el tiempo que fuera necesario.
⸻
Ya en la tarde, Lissette y su madre estaban en la oficina de Mejor Niñez. Su madre entró a una oficina; Lissette la esperaba en el pasillo, sentada cerca de la recepción. Una mujer se le acercó.
—Hola, linda. ¿Qué estás esperando?
—Hola. Espero a mi mamá, está ahí dentro —señaló la oficina.
—Ah, entiendo. Mucho gusto, soy la asistente social. ¿Ustedes serán la familia del bebé, cierto? —dijo entusiasmada.
Lissette asintió sin decir nada.
—¿Y qué piensas de esto? ¿Estás contenta?
—Supongo —dijo secamente. La asistente la observó con duda—. No lo sé. Sé que en algún momento el bebé se tendrá que ir, así es esto, y eso no me gusta. No me gustan las despedidas.
—Es verdad, es complicado. Pero piensa en que debes disfrutar cada segundo con él.
—Así será… pero no creo que exista alguien que haya aprendido de verdad a decir adiós. Sobre todo en algo como esto.
—A través del tiempo hay muchas historias con despedidas.
—¿Pero aquí en Copiapó? —dijo Lissette irónicamente—. Lo dudo mucho.
La asistente social se levantó, fue hacia un mueble de la recepción, buscó entre cajas y sacó una.
—Llévate esta caja. Ve si en ella puedes encontrar la respuesta.
Lissette tomó la caja, antigua, de cartón gastado, sin comprender qué esperar de ella.
En ese momento, su madre salió de la oficina cargando en brazos a un pequeño.
—Lissette, él es Alexander.
Esa noche, Lissette se dispuso a inspeccionar la misteriosa caja. Dentro había un montón de papeles. Un manojo de cartas atadas con una cinta gruesa destacaba entre las demás cosas; tenían escrito un año: 1832.
Sacó la primera carta y la leyó:
“A quien encuentre esto, quiero contarle una historia:
la historia de cómo en esta tierra no solo encontré plata,
sino esperanza para otros.
—JG”
En ese momento entró la mamá de Lissette.
—¿Qué son esos papeles, hija?
—Me los dio la asistente social. Son cartas. Ven a leer la primera conmigo.
“La fe de que un día algo bueno saldrá de tanto cavar es lo único que me acompaña. Me llamo Juan Godoy y trabajo donde el sol quema más que el fuego.
Esta mañana, cuando el pico golpeó la piedra, encontré algo diferente: era plata.
Plata pura que se escondía bajo la arena; la tierra por fin me reconocía.
Lo primero que pensé no fue en mí, sino en aquel niño que encontré junto al río ayer. Lo llamé Simón, porque fue encontrado entre piedras. Después del derrumbe de la vieja mina, murieron muchos trabajadores; cada trabajador con una familia. Él era la familia de uno de ellos.”
Flo levantó la mirada para ver a su madre. Siguió la lectura con voz temblorosa:
“Dicen que la vida es difícil; en este desierto lo es más.
Cada uno debe arreglárselas solo.
Pero ¿cómo puede un niño hacerlo?
Tal vez la plata no sea la verdadera riqueza.
Tal vez lo sea ver a alguien dormir tranquilo.
El desierto tiene alma, y esta florece cuando la gente se ayuda.
Quien lea esto, no olvide ser el abrigo de quien tenga frío.”
Lissette sintió un nudo en la garganta; esas palabras de hace casi dos siglos seguían vivas.
—Parece que Copiapó siempre ha sido tierra de acogida —dijo su madre tiernamente—. No somos los primeros en hacerlo; solo seguimos algo que empezó hace mucho.
Lissette sintió que el pasado había encontrado su camino de regreso, cruzando siglos para recordarle que incluso en la arena más árida siempre hay algo floreciendo.
Los días transcurrieron rápidamente. Lissette hizo un hábito el buscar algo nuevo en esa caja cada vez que tenía un momento, siempre junto a Alexander.
Encontraron muchas fotos de distintos años, distintas realidades.
Imágenes del aluvión del 2015: el río desbordado, las calles hechas barro y memoria. Lissette recordó una carta donde Juan Godoy escribía cómo, tras un aluvión, el agua se había llevado herramientas, pero no el coraje de la gente.
“Entre tanto caos, tenemos la certeza de que después de la lluvia sale el sol,
y con él, un nuevo comienzo.
Yo y Simón estamos bien.
Sabemos que este desierto puede florecer.”
Otra fotografía mostraba el primer ferrocarril de Sudamérica, nacido en Copiapó. Vagones llenos de gente que despedía con pañuelos al viento.
Detrás, un texto:
“He visto partir el tren, y en su humo se va una parte de nosotros.
Pero así es el cobre y la plata: nos enseñan a soltar lo que brilla
para quedarnos con lo que duele y volver a comenzar.”
Lissette recordó las gastadas vías del tren, que algún día fueron parte vital de la historia de Copiapó. Pensó en todas las partidas que esta ciudad había presenciado: los mineros, los niños, los trenes, las lluvias, las familias.
Comprendió que este desierto se construyó a fuerza de adioses, pero cada adiós trajo también un nuevo inicio.
La casa había cambiado desde el momento en que llegó el pequeño. Alexander llenó los pasillos con sus risas, llantos y torpes pasos. Los meses pasaban y él crecía cada vez más.
Lissette no se dio cuenta de cuándo dejó de pensar en el día en que él se iría; ese temor inicial se fue disolviendo entre rutinas, mañanas de tele y tardes de juego. Parecía que cada día traía una primera vez:
su primera carcajada,
sus primeras palabras,
sus primeros pasos.
Con cada “primera vez”, el tiempo dejó de ser algo que avanzaba hacia una despedida.
Pero también estaban esas primeras veces que nadie quería:
la primera vez en que pareció acercarse una mala noticia;
la primera vez que los adultos hablaron en voz baja, como guardando un secreto;
la primera vez que el aire se sintió más pesado, como si el tiempo con Alexander estuviera acabándose.
Fue en uno de esos días extraños que Lissette abrió la caja por última vez. Encontró la última carta de Juan Godoy:
“Hoy me despedí de él. Fue mi primer adiós.
Entendí que la verdadera riqueza no era lo que buscábamos bajo la tierra,
sino lo que teníamos mientras caminábamos sobre ella.
Mientras ese niño dormía, entendí algo que la mina jamás me enseñó…
Esa riqueza no se pesa.”
Una noche, mientras el sol bajaba entre los cerros, los adultos recibieron una llamada. Lissette lo supo antes de escuchar las palabras: lo sintió en el silencio.
El amanecer llegó sin ruido.
El aire olía a polvo y a despedida.
Alexander se había ido.
El sol apenas tocaba los cerros, y el viento levantaba remolinos de tierra.
Lissette estaba en la plaza con su madre, frente a la estatua de Juan Godoy.
El metal brillaba con el mismo sol que una vez bañó Chañarcillo.
Recordó una frase de las cartas que jamás olvidaría:
“La verdadera riqueza de Copiapó no está bajo la tierra…”
Pensó en todas las veces que Copiapó había tenido que despedirse:
cuando partió el primer ferrocarril,
cuando el río se desbordó con los aluviones,
cuando las minas cerraron y el polvo cubrió las casas.
Cada adiós dejó cicatrices, pero también nuevos brotes.
Así era el desierto —pensó—:
todo lo pierde y todo lo guarda.
Su madre la abrazó con fuerza.
—Hija, el amor no es perder. Es acompañar. Y tú lo acompañaste hasta hoy. Eso es riqueza. Eso es familia.
Lissette comprendió que eso era una familia de acogida: una historia que se queda, incluso cuando se va, y que abre el camino para otras nuevas.
El viento sopló con fuerza, arrastrando hojas secas y polvo. Por un instante, Lissette sintió que todo Copiapó respiraba con ella: las calles, los cerros, las voces que alguna vez fueron.
Miró nuevamente la estatua, con los ojos húmedos, y pensó en toda la memoria que sostenía esta ciudad: este lugar donde cada adiós deja una semilla, donde todo, incluso lo que se arranca, algún día vuelve a florecer.
Porque en Copiapó, incluso lo que el viento se lleva, la tierra lo recuerda.
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